La ciudad que vivi
La ciudad de México no fue para mí un sujeto fotográfico específico, a pesar de que desde los dos años de edad, hasta que la abandoné en 1998, viví siempre en diversos y opuestos puntos de su geografía. En los catorce años en que fui fotógrafo de prensa y documentalista, la capital no me fascinó en especial como para ocuparme en particular de ella. La ciudad me era tan connatural como el aire entonces límpido que respiraba, y simplemente la habitaba, la viví en mi tiempo, y fotografié algo de lo que allí sucedía, a veces por encargo, casi siempre por mi cuenta.
Pero no se puede ser fotógrafo en una ciudad como México sin sentirla y descubrir paulatinamente sus peculiaridades. Yo la miraba desarrollarse lentamente hacia arriba, y extenderse con ímpetu infeccioso a lo largo y ancho de esa meseta que llamamos Valle de México. Miraba al paso de los años, de la vida, cómo las montañas se transformaban en hacinamientos de casas grises, apiñadas, siempre feas; cómo sobre las cuencas secas de los lagos del poniente y a los lados de los tiraderos de basura, emergían calles polvorientas en el estío, o intransitables bajo las lluvias. Eso me inquietaba más que los periféricos o los rascacielos vidriados que proliferaban sobre las grandes avenidas o alrededor de las nuevas vías de concreto.
La ciudad que me inquietó fue la de la epidermis, la del lodo y polvo con sus inverosímiles viviendas desechables. Más que la modernidad y el progreso impetuosos, lo que entró por mi cámara fueron las vecindades con sus mujeres afanosas alimentando tendederos, rodeadas de las tropas pululantes de sus niños. Las barriadas con chimeneas y hombres taciturnos, las colonias donde habitan los millones que construyen la urbe central, quienes la pavimentan y barren, levantan y cuidan sus jardines, cargan o venden las infinitas mercancías y mueven la maquinaria de la relojería urbana.
No quiero decir que no fotografié en sí a la clásica y muy noble Ciudad de México. En mi archivo están el Zócalo, sus palacios y catedral magnífica por dentro y por fuera. Están la Alameda Central, Tlatelolco, Chapultepec y su zoológico, la Ciudad Universitaria, las avenidas de más prosapia, lugares de paseo o sitios históricos, monumentos, iglesias y conventos arruinados. Y al lado, o entre ellos, detalles al paso, gente, escenas insignificantes. Abundan trabajadores, vendedores, artesanos, estudiantes, personajes, calles y periféricos que solo pueden ser capitalinos. Perseguí la incipiente contaminación y me ocupé de La casa del Hombre como un proyecto inconcluso que resumía mi visión de la ciudad, esencialmente monstruosa, aberrante, injusta, plagada de distintas formas de un caos creciente y al acecho. Todo a pesar de su belleza esparcida a lo largo de un cuerpo que se renueva y crece sin reposo.
Están también las rebeliones urbanas que me tocó vivir y la brutalidad con que se reprimían. Está mi trabajo de empleado que cumplía órdenes como reportero gráfico aquí o allá, o de fotógrafo independiente ideando reportajes, mirando algo más que las raquíticas necesidades de los periódicos y revistas. Por la Ciudad de México pasé fotografiando celebridades, teatro, actrices y actores, políticos prometedores y multitudes enardecidas. No hay, y ahora que enumero caigo en la cuenta, una sola prostituta, un solo burdel, cantinas jocosas, vida noctívaga, tullidos seres fuera del tiempo, como caídos del cielo o del infierno, tan llamativos siempre para la fotografía.
Hay en mi trabajo sobre la ciudad muchos seres simples, mucha pobreza, abismos sociales de pueblo revuelto con personas y cosas célebres. Hay también belleza, domingos, gente feliz o enamorada, algunas búsquedas plásticas. Medio siglo después lamento todo lo que no quise o pude fotografiar, y añoro los miles de negativos que fui perdiendo cal paso del tiempo, o deseché en las horas de la autocrítica ignorante. Una ciudad es un ente subjetivo en cambio constante, y en su totalidad y esencia cambiante es inaprensible para uno o cien fotógrafos. Cada uno en su tiempo toma el fragmento de la realidad que más le atañe. Cada uno tiene su ciudad, o sus fragmentos de ella. Yo preferí la parte menos vistosa, pero la más constante: la desvalida que no tiene cabida en el arte, aunque a veces sí en la historia.
Rodrigo Moya
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